Más fresco no implica siempre mejor. La Organización Mundial de la Salud (OMS), en su informe ‘Fermentation: assessment and research’, destaca que «desde el punto de vista de la seguridad alimentaria, los beneficios de la fermentación incluyen la inhibición del crecimiento de la mayoría de las bacterias patógenas y la formación de toxinas bacterianas».
Las bacterias desempeñan un papel fundamental en muchos aspectos de nuestro funcionamiento fisiológico, y los alimentos fermentados pueden apoyar, reponer y diversificar nuestra ecología microbiana.
En este artículo hablamos de algunos de esos productos, de sus bacterias y de las precauciones que hay que tomar. Los alimentos fermentados llevan con nosotros toda la vida. El yogur, el queso, los encurtidos o los embutidos son los mejores ejemplos de alimentos vivos. En los últimos tiempos, sin embargo, someter productos variados a un proceso de fermentación se ha convertido en tendencia.
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Se sabe que, desde tiempos remotos, el ser humano fermentaba los alimentos para que durasen más. Pronto se detectó que todo lo que perdían en frescura lo ganaban en otras cosas. «La fermentación es un proceso por el cual un grupo de bacterias degradan la glucosa de los alimentos a ácido láctico, se fermentan los azúcares y se produce acidez. Baja su pH», describe Juana María González, directora técnica de Alimmenta, clínica de dietistas en Barcelona.
En general, como apunta Juana María González, «estos productos tienen unas cualidades específicas. Algunos contienen más bacterias vivas que pueden ser beneficiosas para la salud» como el yogur: «Es un alimento fermentado rico en bacterias que actúan como probióticos, con propiedades beneficiosas como regular el tránsito intestinal, recuperar la flora alterada o aumentar la producción de ácidos grasos de cadena corta».
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